Abrió sus ojos y despertaron al sol que se colaba por las rendijas de la persiana. Por un momento no supo ni en qué día ni en qué cama estaba.
Se restregó los ojos, estiró los brazos, dejó escapar un sonoro bostezo y enfundó los pies en las zapatillas.
Bajó a la cocina, donde ya olía a café, y pensó que la vida continuaba.
La mayoría habría vuelto a casa. Montañas de ropa sucia cargarían lavadoras solitarias y ratoncillos blancos se habrían estrellado en neveras peladas.
Todo el país había dormido una siesta santa, de luna llena enjoyada y de incienso perfumada. Pero todo acaba.
Cristo ha resucitado y nosotros volvemos a la carga.
Tenemos mucho puchero pendiente que guisar y muchos condimentos que regatear.
No estamos dispuestos a tragar cualquier cosa.
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