Erase una vez, una mujer entrada en años, de pasos lentos y cabellos blanquecinos, que como cada mañana, cruzaba el largo pasillo de la iglesia para sentarse entre los primeros bancos. Le acompañaba fielmente su perro, también entrado en años y con los mismos andares pausados que su ama.
Mujer y perro celebraban devota y silenciosamente la santa misa y cuando ella iba a comulgar, el perro indistintamente la seguía o la esperaba tumbado a los pies del banco. Al terminar, ella salía de la iglesia serenamente y el perro la seguía unos pasos por detrás.
Por cosas de la vida, a aquella misma parroquia acudía otra mujer, con menos años, de andares ligeros y cabellos rubios.
Esta mujer, más joven, también gustaba de ir a misa a diario; solía hacerlo al despuntar el día, pero en ocasiones no era posible. Quedaba entonces pospuesta la cita para la tarde, pero llegado el momento se debatía entre ir a misa o caminar.
Alentada por el ejemplo de aquella mujer y su perro, se animó a dar solución a su disyuntiva y decidió que aquellos días que se le complicaban, haría ambas cosas, de tal modo que acudía con su pequeña, buena y coqueta perrilla.
Se sentaban al final de la iglesia,bajo el hueco de la escalera que lleva al coro y se comportaban con igual dignidad que la señora encanecida. En el momento de la comunión, la perrilla buena y coqueta esperaba desde su sitio impaciente y educadamente el regreso de su ama y al terminar, retomaban el paseo a orillas del Mediterráneo, dando así paz al espíritu y ejercicio al cuerpo, necesidades indispensables para esa unidad que llamamos ser humano.
Contemplando la escena y metida en ella, me venían al pensamiento San Antonio Abad-patrón de los animales-y San Francisco de Asís y, diría yo, que más allá de las paredes que conforman el templo, se adivinaban sus sonrisas y la complacencia de Dios.
***Basada en hechos reales 🙂
Gracias por pasar y comentar.