Soy adicta a mis hijos, a sus risas, a su aroma, a sus voces.
Son el motor, la fuerza, la alegría y el incentivo que me empuja a vivir. Tener hijos es una sensación personal e intransferible. De ellos me gusta todo y todos me gustan muchísimo. A veces bromean y me dicen que quiero más a uno que a otro. ¿Cómo explicarles que les quiero con locura?¿Cómo explicarles que ninguno es más que otro y todos son el primero? No puedo. Tendrán que descubrirlo ellos cuando tengan sus propios hijos.
Los hijos son esa fijación mental que nunca desaparece, ese pensamiento constante que vuelve incesantemente, una y otra vez, ese amor incondicional-del mío hablo, claro-que está presto a abrazarlos, a quererlos, a mimarlos, a perdonarlos.
Poco a poco van alzando el vuelo, yo les veo planear en el horizonte y me deleito ante la hermosura de su juventud y de esas primeras experiencias que les llevarán lejos de mí, por las que vivirán su vida, tendrán sus amores y perseguirán sus propios sueños.
Pero la naturaleza, que es sabia, va preparando el corazón de una madre para que esa libertad de los hijos se abra camino sin romper nada. Ellos crecen, amplían su círculo, cada vez más expansivo y yo voy recogiéndome, abierta a nuevas metas, a nuevas ilusiones en absoluto incompatibles con ese amor que me inunda y que me desborda porque un hijo es lo más hermoso que Dios me ha dado y como tengo cuatro, hay mucha hermosura pululando por mi vida, a veces en forma desordenada, esas toallas en el suelo, esa cocina sin recoger, ese coche sin gasolina…es el día a día, que se ilumina cuando después de un tiempo, volvemos a encontrarnos, nos sentamos a la mesa y charlamos de nuestras cosas. Entonces, yo les miro, y no puedo entender que esas personas adultas, responsables, trabajadoras y llenas de vida y de proyectos, hayan salido de mis entrañas. Y soy feliz.
La responsabilidad de ser madre es muy elevada, no es fácil ser madre. Es inenarrable el peso del dolor que guardo en mi pecho por las veces, incontables, que les habré fallado y de las que ni siquiera soy consciente. Muchas veces he sentido el impulso de pedirles perdón por no haberlo sabido hacer mejor, por haberles decepcionado. Se me habrán escapado situaciones donde ellos contaron con mi comprensión y yo no estuve a la altura, ocasiones en las que esperaban de mi una actitud concreta y quizás encontraron una mala cara o uno de esos típicos discursos maternales que dan grima. No lo sé. Ser madre es muy difícil, exige una entrega permanente y a veces el cansancio, el egoísmo o la necesidad de expansión me habrá llevado a meter la pata.
No es un descubrimiento que soy de barro y que cometo errores incluso con aquellos a los que quiero más, mis hijos.
Pues esto es lo que hay, una madre que ama con locura a sus hijos, a cada uno de forma particular y a todos por igual, siendo todos el primero en mi corazón. ¡Ah, los hijos, qué misterio más insondable!
Gracias por pasar y comentar.